A riesgo de omisiones involuntarias y de uno que otro error, escribiré sobre uno de los acontecimientos musicales de mayor trascendencia y difusión global de nuestra historia: La bachata. Ajeno al discrimen de las fechas, de los nombres importantes y de las porfías que encierra la tradición, la bachata o canción de amargue, hoy día, es hija legítima y meritísima de la más pura dominicanidad.
Nació con la marginalidad; llamada “música de chopas, guardias y choferes de concho”, llegaría el día en que, como apunta Andrés L. Mateo, citado por Carlos Batista Matos (2002), en “Bachata: Historia y evolución”, aquellos seres desclasados y retraídos fueran interpretados por una humilde ralea de trovadores repentinos que en poco tiempo se adueñarían del pueblo llano y, musicalmente, reivindicarían ese séquito de desplazados sociales y marginados de la historia. Titulados por las penas y los sollozos tragados de su suerte ineludible encontraron en el licor, las farras y las velloneras el ungüento ocasional para, de momento, curarse de algún malvado amor…
Trovadores de sentimientos raídos para hombres rotos, con rostros encogidos y amargados trasnoches, cantores de penas y desilusiones, llanos y espontáneos, armaron los refugios mimados de un populacho que, como ellos mismos, provenía de una sociedad que a duras penas conoció la libertad, poco después del ajusticiamiento de Trujillo.
L. Mateo agrega que el ritmo brincó por encima de su condición social, con elementos suficientes para abandonar el anonimato impuesto por el silencio y la estigmatización grupal: “los modelos de los nuevos artistas que salieron del barrio Mono Mojao saltaron a la radio nacional con la inauguración y apogeo de radio Guarachita”.
¿Cómo se originó aquella pieza vilipendiada, de ascendencia lastimera, surgida del arrabal y cantada para aplacar las hieles del desamor de una clase ultrajada y quejumbrosa, herida por el desaire y la trivial desilusión?
Juan Daniel Balcácer, en prólogo a Marivell Contreras y Juan Manuel Calderón (2019), recurre al historiador Rodríguez Demorizi y apostilla que la bachata, expresión cultural hecha canción, emergió en aguardiente, música y mujeres o, lo que es igual, combinación de “romo, tambora y cuero” … De aquel origen pedestre, jolgorio de juglares improvisados que desde la época colonial “bachateaban con el tamborileo de las danzas africanas”, la música experimentó una simbiosis enriquecedora entre fusiones tardías, incorporaciones modernas y aditamentos tecnológicos, mejorando así intérpretes, ejecuciones, letras y marca.
Fundada la República (1844), fue la bachata uno de los primeros bailes que disfrutó la azorada y escasa población recién liberada. Después integrarían “La tumba”, antecesora del merengue, cuyos pasos pioneros sorprenderían sobre mediados del siglo XIX y principios del XX (Balcácer).
Como lágrimas sonoras para los de abajo, apareció entonada por compadritos apocados, rayanos en el amargue y el reproche que se inspiraban ante el desprecio del amor hurtado, el pérfido cariño o el sentimiento esfumado.
Sin embargo, atrás quedarían esos motes de música cuaba, de amargue, de guardia pobre o de cachivache (Contreras). El ritmo popular de raigambre urbano-marginal escaló la elevada cumbre del gusto general, traspasó fronteras internacionales y fue convertido en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, el 11 de diciembre del 2019.
¿Qué contagioso saoco guarda este compás sencillo y redundante que atrae a tanta gente de todas partes? Quizás sea el candor de sus movimientos sensibles, la cadencia libre que esgrime y reta la sensualidad del gesto y esa danza grácil, nada gazmoña ni encopetada ni rimbombante…
La bachata es sujeto y predicado de una historia sencilla. Dictada de otra lectura ordinaria y sintética, epopeya citadina que rompió cánones endurecidos entre gustos congelados y preferencias clasistas.
Melopea que tenía en poco a la lírica y al verso hasta que, como por arte del milagro, apareció “Condena” del indiscutido José Manuel Calderón, primer bachatero del universo, el 30 de mayo de 1962 en La Voz del Trópico (Contreras). Después, seguirían Rafael Encarnación, Inocencio Cruz, Luis Segura, Leonardo Paniagua…y una descendencia memorable que detallaré próximamente.
Fenómeno universal. Aquella que fuera hipérbole imperfecta, procedente de la orilla, de lamentos elogiosos por el amor perdido o traicionado, interpretada en burdeles taciturnos y prostíbulos sofocantes, encontró nuevo sentido y escenario; superó la mala fama, alcanzó megaciudades, medios de comunicación y clases privilegiadas: continúa conquistando al mundo. Toda una industria cultural, a pleno pulmón y talento de sus gestores, sin ningún apoyo oficial, sin mecenas ni filántropos…
Publicar un comentario