Conozco tanto sus manos como la cicatriz que tatúa desde los ocho años mi rodilla derecha. Cada dedo se ha paseado por las texturas más rugosas de la existencia. He contado uno a uno sus desgarros.
Las manos de mamá han sido hacha, mazo y cuchillo, reinventando lo cotidiano, haciendo portentos con lo poco o arañando el suelo hasta preñarlo de vida. Juro que pocas veces han manoseado el ocio.
Por mucho tiempo esas mismas manos exprimieron la escasez para sacar de sus grietas algunos desechos. Con ellas techó el futuro de sus seis hijos, sin más pertrechos que su fe ni más refuerzo que sus garras.
He visto esas manos hacer hazañas: cocinar, lavar, barrer, sembrar, segar, acunar, arrullar, acariciar, dar… y amar.
Siempre de cara a la vida, como espada que corta el viento: haciéndole guerra a las negaciones, ganándole sueños a las carencias y construyendo futuro sobre los escombros.
Una vez escribí: “A los once años, antes de rendirme al sueño, solía cavilar sobre la muerte, una reflexión muy precoz para mi inmadurez. La sumersión introspectiva se ahondaba tanto que terminaba casi siempre con un ataque de pánico. Las preguntas se apilaban hasta descender a un límite oscuro de abstracción. Creía enloquecer. Regresaba a la superficie desgarrando un grito desesperado. Entonces corría a la habitación de mis padres, donde, presuroso, me abandonaba al pecho de mamá. Ella desconocía el miedo que me apremiaba. Me envolvía en un solo abrazo, mientras soltaba palmaditas sobre mi espalda. Las contaba. Al llegar a las doce ya había respirado todos mis temores. Entonces volvía seguro a mi cama”.
Esas manos eran un ungüento anestésico que evaporaban el frío del miedo.
Hoy, con 94 años, las manos de mi vieja son otras: arrugadas, frías y trémulas, pero nunca vencidas.
No bien las tomo, se sujetan a las mías como las garras al peñasco, queriendo dar las fuerzas que le quedan. Los años no han podido torcer esas fibras.
Y es que su mirada cada día se aleja, su voz se apaga, pero sus manos siguen empuñando las huellas de los años como se pliegan las ventosas sobre los corales marinos.
Esas manos, apenas abrigadas con piel de lagarto, son, al decir del poeta Vicente Huidobro, “tan transparentes como las bombillas eléctricas en las que se pueden ver los filamentos donde corre la sangre de la luz intacta” o como si su piel fuera “un velo traslúcido” (Joaquín Balaguer).
No sé de qué misteriosa fuente nace esa fuerza metálica que se enreda entre sus dedos.
Es como si empuñara todos los latidos del universo. A veces pienso que mi vieja guarda en sus manos los instintos de la vida, aferrándose a ellos ante la sospecha cierta de lo inminente.
Por eso, tocarlas es tan crudo como “acariciar las entrañas del hierro” (Jorge Debravo) pero tan sutil “como sostener una mariposa” (Rainbow Rowell).
Las manos de mi vieja, aun frías, dan calor; aun consumidas, aprietan los sueños.
Ernestina de Champourcín escribía: “… hay manos que triunfan al quedarse vacías y otras como puños que no conservan nada”. Las de mi vieja se están quedando vacías para recibir la inmortalidad, esa presencia inagotable que se aposenta como luz en la memoria de quienes aman. Amo sus manos…
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